martes, 29 de mayo de 2012

El reposo de los dioses

          Así se llamaba un pequeño relato con el que participé en el concurso quincenal de Bubok hace ya bastante tiempo. Una pequeña historia que, como suele ocurrir en mis cuentos, busca la sonrisa de lector y lo hace dando un toque humano a algunos de esos dioses y diosas de los que nos hablan las más variadas mitologías. El ambiente, un supuesto local al que acuden los dioses a tomar unas copas en sus ratos de ocio. En el fondo algunos temas que me gustan, motivan o interesan. En primer lugar una clara mención al panteón griego, y al hecho de que Palas Atenea ganó la adoración de los atenienses por medio de un regalo: el olivo. Por otro lado vemos como en Mesoamérica los dioses ofrecieron a los humanos un regalo de parecido alcance cultural: el maíz. Y aprovechando para incidir una vez más en un misterio recurrente en mis escritos (el de la fuente común de conocimiento, esta vez en la coincidencia o similitud entre los zigurats de Mesopotamia, las primeras pirámides escalonadas de Egipto y las famosas pirámides de los Mayas) traemos a colación a un misterioso personaje, Imhotep. Y lo hacemos entrecruzando su misterioso saber con los mitos o las hipótesis que hablan de antiguas visitas de extraterrestres como origen de parte de la cultura de los pueblos de la tierra. Aquí y allá pequeñas bromas sobre cosas curiosas, como la presencia de dioses del relámpago en diversas mitologías, junto a los que no dudo en colocar a Shangó, el dios de los santeros cubanos. O menciones de dioses hindues, (con el soma y el karma incluidos), e incluso un guiño a las numerosas infidelidades de Zeus, que me atreví a llevar hasta el extremo de envolverle en un adultero asunto con la hermosa diosa Shiva, para mayor escarnio de la sufrida y paciente Hera.

          Aquí tenéis el cuento. Espero que os agrade.



El Reposo de los Dioses

          En el mundo de los dioses, las cosas no san tan distintas de como podríamos imaginar. Es cierto que en su elevado plano de existencia no les alcanzan ni la muerte, ni la enfermedad, ni la miseria ni el dolor físico. Pero entre ellos, como entre nosotros los humanos, algunos sentimientos que consideramos más propios de los mortales, como la envidia y la ambición o el amor y el odio, suelen estar presentes en sus relaciones. Por otro lado, ellos, como nosotros, gustan también del disfrute de un bello atardecer. Y como nosotros, en ocasiones, dudan ante una elección o vacilan frente a una encrucijada.

          Igual que nosotros los humanos, las divinidades sienten en ocasiones la necesidad de encontrarse con un buen amigo y tomar unas copas, para mantener de ese modo una relajada conversación. Por ello no le extrañó a Palas que en "El Reposo de los Dioses" apenas quedasen mesas libres. De entre los diversos lugares que para esos momentos de agradable ocio se encuentran allá en su mundo, "El Reposo de los Dioses" es, sin duda, el más conocido y popular. La fama de su soma y su ambrosía son legendarias. Por ello incluso Odín y sus hijas, las Walkirias, exigentes entre los exigentes, frecuentan el lugar. Y aunque podemos considerar excepcional su presencia, es posible ver en ocasiones a los tres matrimonios Védicos, Brahma, Siva  y Visnú, con sus esposas. Y tenemos constancia de que el soma que allí sirven no les disgusta. Dicen que es de lo mejor para su karma.

        Palas Atenea, la joven y bella diosa helénica, abrió la puerta y penetró en el local. Saludó a Hermes, Osiris, Yum-Chaak y Baal Sepa, que conversaban apaciblemente en una gran mesa cerca de la entrada, y se dirigió hacia el fondo del salón. Había quedado con su buen amigo mesomaericano, Hunab Ku. Evitó con cuidado pasar cerca de la mesa que ocupaban Shongó, Hurakán y Hades. Y no por las ardientes chispas que en ocasiones brotaban cuando disertaba éste último, sino por la afición a los rayos y las centellas de los otros dos. Le molestaba aquella forma grosera que tienen de eructar los dioses del relámpago.

         Llegó a un lugar algo apartado del bullicio, un semi-reservado del local. Allí estaba Hunab Ku, con una copa de ambrosía en la mano, mirando al infinito, como solía hacer cuando meditaba.

          —Buenos días, Hunab.
          —Que lo sean también para ti por toda la eternidad, hermosa Palas.
          —¿Qué tal la ambrosía?
          —Como nosotros. Inalterable su sabor, por los siglos de los siglos.
          —Yo tomaré una copa también.
          —¿Cómo te va por la cuenca del viejo mar Mediterráneo?
          —Muy bien. No me puedo quejar. Los humanos han erigido numerosos templos en mi honor. Creo que puedo decir que después de Zeus, mi padre, soy una de las divinidades más populares.
          —No me extraña. Te lo mereces.
          —Sin embargo... Los humanos no me parece que valoren mucho mis cualidades.
          —Sé a lo que te refieres, Palas. Seguro que para muchos de ellos Afrodita, como diosa del amor, se sitúa más cerca de sus sentimientos, y por lo tanto de su corazón. Tú, bella amiga mía, como símbolo de la inteligencia, estás más cerca de su cabeza. Y tengo comprobado que a los humanos les mueven un tipo de pasiones que, de acuerdo con su situación corporal, podríamos calificar como algo bajas.
          —¿Y cómo te va a ti, Hunab? ¿Prosperan las civilizaciones a tu cuidado?
          —Ya lo creo. Les enseñé unas artes de construcción que aprendí de una divinidad menor mesopotámica, y que pensé que podrían tener éxito en mi jurisdicción. Y así ha sido. En estos momentos mis fieles son capaces de edificar formidables Zigurats que dejan pequeños a los de los súbditos de Nammu e Ishtar.
          —¿Te refieres a Imhotep, el semidios, ese arquitecto excepcional que está estos días en los dominios de Osiris enseñando a los humanos a edificar pirámides?
          —El mismo. ¿Le conoces?
          —Es un curioso personaje. Ares me ha confesado que sospecha que no es de nuestro mundo. Que procede de otro mundo, más allá de los confines del cosmos conocido.
         —Es posible que Ares tenga razón. El saber de Imhotep no parece propio de los nuestros.

          Les interrumpió un elegante semidios, que hacía las veces de camarero. Se aproximó y depositó en la mesa, frente a la diosa, una estilizada copa llena de ambrosía. Y junto a la copa, un fino rollo como de pergamino, anudado con un hilo dorado.
          —¡Un mensaje de mi reino!

          Palas Atenea tomó el pergamino y tras retirar el hilo dorado, lo desplegó y lo leyó. Hunab Ku vio como a su amiga, habitualmente serena y tranquila, parecían querérsela llevar los habitantes del Erebo. Había fruncido el ceño, y por unos instantes su expresión reflejó considerable fastidio. Sus ojos, cuyo brillo natural pocos mortales pueden sostener, brillaban ahora con más fuerza que nunca. Y en ellos le pareció ver a Hunab Ku la presencia del odio.

          —¿Qué dice ese mensaje? Parece que no te ha gustado.
          —¡Esa rastrera mojigata zangolotina de Afrodita me las pagará!
          —Cálmate, Palas. Sea lo que sea que haya hecho, debes recordar que cuenta con las simpatías de la mayoría de los jefazos de vuestra región.
          —¡Uf! Tienes razón. Lo que he de hacer es superarla. Y eso es lo que haré. ¡Haré que me aprecien más que a ella!
          —Tranquilízate y explícame que nuevas te han comunicado.
          —Simplemente que esa ladina de Afrodita está mirando de engatusar a todos esos pobres humanos para conseguir que le dediquen a ella una hermosa ciudad. Una ciudad que hasta ayer mismo todo apuntaba a que sería erigida a gloria de mi nombre y mi memoria.
          —Vaya fastidio. ¿Y cómo dices que lo vas a solucionar?
          —Con un obsequio, un don, un regalo. Ofreceré a los humanos algo que haga que me aprecien más que a ella. Algo que haga que me recuerden por los siglos de los siglos como su benefactora.
          —¿Un regalo? ¿Cómo qué?
          —La verdad, no lo sé. Si al menos estuviera mi padre por aquí, para pedirle consejo...
          —Zeus está de viaje, ¿verdad?
          —Sí. Como siempre.
          —Me lo imaginaba. Me pareció ver a Hera de mal humor esta mañana. ¿De qué se trata esta vez? ¿Una semidiosa? ¿Una mujer?
          —No estoy seguro. Creo que esta vez se ha encaprichado de una diosa oriental. Una con muchos brazos.

          Un prolongado silencio les mantuvo pensativos. Hunab Ku veía a su buena amiga en un apuro, y le daba vueltas en la cabeza a una posible forma de ayudarla. Mientras, Palas Atenea trataba de contener aquellos deseos de fulminar a Afrodita que le acometían en ocasiones. Quería estar fría para encontrar una solución.

          —Palas...
          —Dime, Hunab.
          —Creo que puedo ayudarte.
          —¿Cómo?
          —Con esto...

          Huanb Ku le tendió la mano abierta. En ella, Palas Atenea sólo vio una ramilla con algunas pequeñas hojas y tres frutos, de color verde y aspecto elipsoidal. Como pequeños limones verdes, pensó.

          —¿Qué es esto?
          —Una rama de olivo. Un árbol que no he logrado que prospere en las húmedas selvas de mis fieles, pero que tiene un formidable potencial. Y estos son tres de sus frutos. Las olivas o aceitunas.
          —¿Y para qué sirven esas aceitunas?
          —Para obtener un óleo especial, saludable, nutritivo, beneficioso y de muy agradable gusto. Si tus fieles aprenden a cultivarlo, su paisaje, su salud, su cultura, su economía y su historia pueden cambiar de forma radical. Si comprenden lo beneficioso de tu regalo, tuyo será el honor y la gloria y esa bella ciudad quedará definitivamente consagrada a tu memoria.
          —¿Estas seguro?
          —Tan seguro como que tu ambrosía se va a enfriar si no la bebes.

          Palas Atenea sonrió. Tomó la ramita de olivo con las tres aceitunas y la guardó en el interior de su túnica. Tomó a continuación la copa de ambrosía, y de un largo trago apuró su contenido.

          —Gracias, Hunab. Te debo una. ¡Oye! Ahora que lo pienso... Yo también te voy a hacer un regalo.
          —No me digas... No es necesario, de verdad. El olivo no lo necesito para nada.
          —De amiga a amigo. Un obsequio amistoso. Creo que llevo una por aquí... Sí. Aquí está.

          Y con un gesto casi teatral, Palas Atenea puso frente a Hunab Ku un objeto. Su longitud era como una mano abierta, y su grosor como un dedo pulgar de un dios voluminoso. Su superficie estaba formada por numerosos frutillos amarillos, agrupados en líneas longitudinales. Con un gesto de los dedos, la diosa desprendió algunos de aquellos frutillos. Los tomó y le tendió la mano, con los pequeños objetos en la palma.

          —He probado diversas semillas en mis tierras. Deméter me ofreció numerosas simientes y bendijo mis cultivos. Pero así como con el trigo, el centeno y la cebada he logrado cosechas magníficas y sus espigas cubren hoy amplias extensiones, este otro grano no se aclimató bien al aire húmedo y al sol del Mediterráneo. Pero es posible que tus fieles, en Mesoamérica, logren extraer de esta planta todo su posible potencial.
          —¿Cómo se llama esta planta?
          —No tiene nombre todavía. Pero yo le llamaría maíz. Es un nombre que me gusta.
          —Pues maíz le llamaré. Gracias, Palas.
          —Gracias a ti, Hunab.

          Hemos de creer que aquel encuentro fue providencial y decisivo para ambos. En tiempos posteriores una hermosa y gran ciudad helénica fue dedicada a Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, y el mayor y más elevado templo de la misma llevó en su honor el nombre de Partenón, es decir, la diosa virgen, pues así era como algunos la conocían. Y todo ello fue en agradecimiento a la diosa, por haber recibido de ella el divino regalo del olivo.

          Y también en siglos venideros, en la tierras que albergaron el culto al todopoderoso Hunab Ku, el maíz se erigió como una señal de identidad entre su gente, impregnó su vida, se infiltró en su arte, en su dieta, en su religión y en su cultura. Y llegó a caracterizar a los pueblos mesoamericanos casi tanto como la edificación de los hermosos templos piramidales, herencia del saber del enigmático y sabio Imhotep.

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