martes, 29 de mayo de 2012

El reposo de los dioses

          Así se llamaba un pequeño relato con el que participé en el concurso quincenal de Bubok hace ya bastante tiempo. Una pequeña historia que, como suele ocurrir en mis cuentos, busca la sonrisa de lector y lo hace dando un toque humano a algunos de esos dioses y diosas de los que nos hablan las más variadas mitologías. El ambiente, un supuesto local al que acuden los dioses a tomar unas copas en sus ratos de ocio. En el fondo algunos temas que me gustan, motivan o interesan. En primer lugar una clara mención al panteón griego, y al hecho de que Palas Atenea ganó la adoración de los atenienses por medio de un regalo: el olivo. Por otro lado vemos como en Mesoamérica los dioses ofrecieron a los humanos un regalo de parecido alcance cultural: el maíz. Y aprovechando para incidir una vez más en un misterio recurrente en mis escritos (el de la fuente común de conocimiento, esta vez en la coincidencia o similitud entre los zigurats de Mesopotamia, las primeras pirámides escalonadas de Egipto y las famosas pirámides de los Mayas) traemos a colación a un misterioso personaje, Imhotep. Y lo hacemos entrecruzando su misterioso saber con los mitos o las hipótesis que hablan de antiguas visitas de extraterrestres como origen de parte de la cultura de los pueblos de la tierra. Aquí y allá pequeñas bromas sobre cosas curiosas, como la presencia de dioses del relámpago en diversas mitologías, junto a los que no dudo en colocar a Shangó, el dios de los santeros cubanos. O menciones de dioses hindues, (con el soma y el karma incluidos), e incluso un guiño a las numerosas infidelidades de Zeus, que me atreví a llevar hasta el extremo de envolverle en un adultero asunto con la hermosa diosa Shiva, para mayor escarnio de la sufrida y paciente Hera.

          Aquí tenéis el cuento. Espero que os agrade.



El Reposo de los Dioses

          En el mundo de los dioses, las cosas no san tan distintas de como podríamos imaginar. Es cierto que en su elevado plano de existencia no les alcanzan ni la muerte, ni la enfermedad, ni la miseria ni el dolor físico. Pero entre ellos, como entre nosotros los humanos, algunos sentimientos que consideramos más propios de los mortales, como la envidia y la ambición o el amor y el odio, suelen estar presentes en sus relaciones. Por otro lado, ellos, como nosotros, gustan también del disfrute de un bello atardecer. Y como nosotros, en ocasiones, dudan ante una elección o vacilan frente a una encrucijada.

          Igual que nosotros los humanos, las divinidades sienten en ocasiones la necesidad de encontrarse con un buen amigo y tomar unas copas, para mantener de ese modo una relajada conversación. Por ello no le extrañó a Palas que en "El Reposo de los Dioses" apenas quedasen mesas libres. De entre los diversos lugares que para esos momentos de agradable ocio se encuentran allá en su mundo, "El Reposo de los Dioses" es, sin duda, el más conocido y popular. La fama de su soma y su ambrosía son legendarias. Por ello incluso Odín y sus hijas, las Walkirias, exigentes entre los exigentes, frecuentan el lugar. Y aunque podemos considerar excepcional su presencia, es posible ver en ocasiones a los tres matrimonios Védicos, Brahma, Siva  y Visnú, con sus esposas. Y tenemos constancia de que el soma que allí sirven no les disgusta. Dicen que es de lo mejor para su karma.

        Palas Atenea, la joven y bella diosa helénica, abrió la puerta y penetró en el local. Saludó a Hermes, Osiris, Yum-Chaak y Baal Sepa, que conversaban apaciblemente en una gran mesa cerca de la entrada, y se dirigió hacia el fondo del salón. Había quedado con su buen amigo mesomaericano, Hunab Ku. Evitó con cuidado pasar cerca de la mesa que ocupaban Shongó, Hurakán y Hades. Y no por las ardientes chispas que en ocasiones brotaban cuando disertaba éste último, sino por la afición a los rayos y las centellas de los otros dos. Le molestaba aquella forma grosera que tienen de eructar los dioses del relámpago.

         Llegó a un lugar algo apartado del bullicio, un semi-reservado del local. Allí estaba Hunab Ku, con una copa de ambrosía en la mano, mirando al infinito, como solía hacer cuando meditaba.

          —Buenos días, Hunab.
          —Que lo sean también para ti por toda la eternidad, hermosa Palas.
          —¿Qué tal la ambrosía?
          —Como nosotros. Inalterable su sabor, por los siglos de los siglos.
          —Yo tomaré una copa también.
          —¿Cómo te va por la cuenca del viejo mar Mediterráneo?
          —Muy bien. No me puedo quejar. Los humanos han erigido numerosos templos en mi honor. Creo que puedo decir que después de Zeus, mi padre, soy una de las divinidades más populares.
          —No me extraña. Te lo mereces.
          —Sin embargo... Los humanos no me parece que valoren mucho mis cualidades.
          —Sé a lo que te refieres, Palas. Seguro que para muchos de ellos Afrodita, como diosa del amor, se sitúa más cerca de sus sentimientos, y por lo tanto de su corazón. Tú, bella amiga mía, como símbolo de la inteligencia, estás más cerca de su cabeza. Y tengo comprobado que a los humanos les mueven un tipo de pasiones que, de acuerdo con su situación corporal, podríamos calificar como algo bajas.
          —¿Y cómo te va a ti, Hunab? ¿Prosperan las civilizaciones a tu cuidado?
          —Ya lo creo. Les enseñé unas artes de construcción que aprendí de una divinidad menor mesopotámica, y que pensé que podrían tener éxito en mi jurisdicción. Y así ha sido. En estos momentos mis fieles son capaces de edificar formidables Zigurats que dejan pequeños a los de los súbditos de Nammu e Ishtar.
          —¿Te refieres a Imhotep, el semidios, ese arquitecto excepcional que está estos días en los dominios de Osiris enseñando a los humanos a edificar pirámides?
          —El mismo. ¿Le conoces?
          —Es un curioso personaje. Ares me ha confesado que sospecha que no es de nuestro mundo. Que procede de otro mundo, más allá de los confines del cosmos conocido.
         —Es posible que Ares tenga razón. El saber de Imhotep no parece propio de los nuestros.

          Les interrumpió un elegante semidios, que hacía las veces de camarero. Se aproximó y depositó en la mesa, frente a la diosa, una estilizada copa llena de ambrosía. Y junto a la copa, un fino rollo como de pergamino, anudado con un hilo dorado.
          —¡Un mensaje de mi reino!

          Palas Atenea tomó el pergamino y tras retirar el hilo dorado, lo desplegó y lo leyó. Hunab Ku vio como a su amiga, habitualmente serena y tranquila, parecían querérsela llevar los habitantes del Erebo. Había fruncido el ceño, y por unos instantes su expresión reflejó considerable fastidio. Sus ojos, cuyo brillo natural pocos mortales pueden sostener, brillaban ahora con más fuerza que nunca. Y en ellos le pareció ver a Hunab Ku la presencia del odio.

          —¿Qué dice ese mensaje? Parece que no te ha gustado.
          —¡Esa rastrera mojigata zangolotina de Afrodita me las pagará!
          —Cálmate, Palas. Sea lo que sea que haya hecho, debes recordar que cuenta con las simpatías de la mayoría de los jefazos de vuestra región.
          —¡Uf! Tienes razón. Lo que he de hacer es superarla. Y eso es lo que haré. ¡Haré que me aprecien más que a ella!
          —Tranquilízate y explícame que nuevas te han comunicado.
          —Simplemente que esa ladina de Afrodita está mirando de engatusar a todos esos pobres humanos para conseguir que le dediquen a ella una hermosa ciudad. Una ciudad que hasta ayer mismo todo apuntaba a que sería erigida a gloria de mi nombre y mi memoria.
          —Vaya fastidio. ¿Y cómo dices que lo vas a solucionar?
          —Con un obsequio, un don, un regalo. Ofreceré a los humanos algo que haga que me aprecien más que a ella. Algo que haga que me recuerden por los siglos de los siglos como su benefactora.
          —¿Un regalo? ¿Cómo qué?
          —La verdad, no lo sé. Si al menos estuviera mi padre por aquí, para pedirle consejo...
          —Zeus está de viaje, ¿verdad?
          —Sí. Como siempre.
          —Me lo imaginaba. Me pareció ver a Hera de mal humor esta mañana. ¿De qué se trata esta vez? ¿Una semidiosa? ¿Una mujer?
          —No estoy seguro. Creo que esta vez se ha encaprichado de una diosa oriental. Una con muchos brazos.

          Un prolongado silencio les mantuvo pensativos. Hunab Ku veía a su buena amiga en un apuro, y le daba vueltas en la cabeza a una posible forma de ayudarla. Mientras, Palas Atenea trataba de contener aquellos deseos de fulminar a Afrodita que le acometían en ocasiones. Quería estar fría para encontrar una solución.

          —Palas...
          —Dime, Hunab.
          —Creo que puedo ayudarte.
          —¿Cómo?
          —Con esto...

          Huanb Ku le tendió la mano abierta. En ella, Palas Atenea sólo vio una ramilla con algunas pequeñas hojas y tres frutos, de color verde y aspecto elipsoidal. Como pequeños limones verdes, pensó.

          —¿Qué es esto?
          —Una rama de olivo. Un árbol que no he logrado que prospere en las húmedas selvas de mis fieles, pero que tiene un formidable potencial. Y estos son tres de sus frutos. Las olivas o aceitunas.
          —¿Y para qué sirven esas aceitunas?
          —Para obtener un óleo especial, saludable, nutritivo, beneficioso y de muy agradable gusto. Si tus fieles aprenden a cultivarlo, su paisaje, su salud, su cultura, su economía y su historia pueden cambiar de forma radical. Si comprenden lo beneficioso de tu regalo, tuyo será el honor y la gloria y esa bella ciudad quedará definitivamente consagrada a tu memoria.
          —¿Estas seguro?
          —Tan seguro como que tu ambrosía se va a enfriar si no la bebes.

          Palas Atenea sonrió. Tomó la ramita de olivo con las tres aceitunas y la guardó en el interior de su túnica. Tomó a continuación la copa de ambrosía, y de un largo trago apuró su contenido.

          —Gracias, Hunab. Te debo una. ¡Oye! Ahora que lo pienso... Yo también te voy a hacer un regalo.
          —No me digas... No es necesario, de verdad. El olivo no lo necesito para nada.
          —De amiga a amigo. Un obsequio amistoso. Creo que llevo una por aquí... Sí. Aquí está.

          Y con un gesto casi teatral, Palas Atenea puso frente a Hunab Ku un objeto. Su longitud era como una mano abierta, y su grosor como un dedo pulgar de un dios voluminoso. Su superficie estaba formada por numerosos frutillos amarillos, agrupados en líneas longitudinales. Con un gesto de los dedos, la diosa desprendió algunos de aquellos frutillos. Los tomó y le tendió la mano, con los pequeños objetos en la palma.

          —He probado diversas semillas en mis tierras. Deméter me ofreció numerosas simientes y bendijo mis cultivos. Pero así como con el trigo, el centeno y la cebada he logrado cosechas magníficas y sus espigas cubren hoy amplias extensiones, este otro grano no se aclimató bien al aire húmedo y al sol del Mediterráneo. Pero es posible que tus fieles, en Mesoamérica, logren extraer de esta planta todo su posible potencial.
          —¿Cómo se llama esta planta?
          —No tiene nombre todavía. Pero yo le llamaría maíz. Es un nombre que me gusta.
          —Pues maíz le llamaré. Gracias, Palas.
          —Gracias a ti, Hunab.

          Hemos de creer que aquel encuentro fue providencial y decisivo para ambos. En tiempos posteriores una hermosa y gran ciudad helénica fue dedicada a Palas Atenea, la diosa de la inteligencia, y el mayor y más elevado templo de la misma llevó en su honor el nombre de Partenón, es decir, la diosa virgen, pues así era como algunos la conocían. Y todo ello fue en agradecimiento a la diosa, por haber recibido de ella el divino regalo del olivo.

          Y también en siglos venideros, en la tierras que albergaron el culto al todopoderoso Hunab Ku, el maíz se erigió como una señal de identidad entre su gente, impregnó su vida, se infiltró en su arte, en su dieta, en su religión y en su cultura. Y llegó a caracterizar a los pueblos mesoamericanos casi tanto como la edificación de los hermosos templos piramidales, herencia del saber del enigmático y sabio Imhotep.

lunes, 2 de abril de 2012

El tren de la mina

        Hace algún tiempo en el concurso de relatos quincenal de Bubok el tema elegido, alrededor del cual debían desarrollarse nuestros relatos, fue el del tren, el ferrocarril. Ultimamente las entradas en los foros se ven animadas de vez en cuando por algo que tiene que ver con los trenes y sus vagones, aunque va mucho más allá que todo eso. Me refiero a Convoy 89. Y me ha traído a la memoria mi relato sobre un viejo tren de una vieja mina. El que presenté en el concurso. Si os apetece leerlo aquí está:

El tren de la mina
          Estaba anocheciendo y la cosa no pintaba bien, pues yo estaba como a veinte millas de la ciudad más próxima. Los últimos destellos del día se reflejaban en la larga superficie asfaltada que se alejaba hacia el oeste. Detrás quedaba el pequeño macizo montañoso que acababa de atravesar.

          Cerré el capó del coche, tras comprobar que no iba a poder ponerlo en marcha, y me dispuse a comer y beber un poco, mientras meditaba sobre mi situación. Pasar la noche allí mismo no me parecía una buena idea. De modo que decidí tomar la linterna y subir a una pequeña colina cercana, en dirección a la zona de las minas. Desde allí esperaba poder ver las luces de algún rancho, algún motel o alguna granja.

          Pocos minutos después, desde aquella pequeña elevación del terreno contemplé una amplia extensión del territorio. Y ni la más mínima luz parecía indicar que hubiese algún lugar habitado en varios quilómetros alrededor.

          Me di la vuelta, hacia la negra silueta de aquella zona montañosa que quedaba atrás. En el siglo XIX habían explotado las minas de carbón que encerraba aquel abrupto territorio. De hecho, según había leído, hacía sólo pocos años que se habían cerrado definitivamente las explotaciones mineras de aquel lugar.

        Cuando, desanimado, estaba dispuesto a regresar al coche, vi con sorpresa un leve resplandor rojizo que despuntaba por encima de unos cercanos riscos. Parecía venir de un vallecillo lateral, de los muchos que acababan en el congosto central por el que discurría la carretera.

         Me abroché la zamarra hasta el cuello, pensando que el frío de la noche era un aliado, pues las peligrosas serpientes de cascabel que abundan por allí no saldrían de sus refugios hasta que el sol calentase de nuevo la tierra, y caminé con cuidado en busca del origen de aquel resplandor. Llegué por fin a un lugar en el que, a mis pies, unos veinte o treinta metros más abajo, se veía la luz de una fogata.

          Como es lógico dudé antes de descender hacia allí. ¿Qué podían hacer en aquel apartado lugar aquellos hombres sentados alrededor del fuego? ¿Serían buena gente o, por el contrario, salteadores, rufianes o maleantes?

          Bajé hasta el terreno llano y me oculté entre unas rocas. Vi un grupo de cuatro hombres sentados en silencio alrededor de una pequeña fogata. Vestían con ropas sencillas y cómodas, como las de algunos obreros y campesinos que había visto en algunos ranchos a lo largo del día. Un par de ellos sostenían en pie, a su lado y tomándolos por el mango, un par de picos de dos puntas, cuyo metal reflejaba el brillo del fuego.

          Sobre una roca que destacaba de las demás se hallaba en pie otro hombre, dando la espalda al grupo y mirando hacia lo más profundo y negro del valle. A diferencia de los otros llevaba una especie de parca o semiabrigo, y un sombrero de ala ancha en la cabeza. Con los brazos cruzados sobre el pecho, su faz quedaba prácticamente oculta en la sombra. Curiosamente sus ojos, muy abiertos, parecían brillar en la obscuridad. Y su brillo era extraño e inquietante.

           —Acércate, forastero. — Su voz, cuando aquel hombre se volvió y miró hacia el lugar donde me yo hallaba, sonó profunda y grave, con tonalidades extrañas, como con un eco o una cierta reverberación. —No temas, ven aquí y comparte el calor de nuestro fuego y también, por qué no, un trago de nuestro güisqui.

          Ante aquella invitación así formulada, y sabiendo que me había visto y por lo tanto era inútil seguir entre las sombras, me acerqué al fuego, no sin cierto temor.

         —No temas nada de nosotros, forastero. Siéntate.

          El hombre de la extraña voz me mostró que alrededor de la hoguera donde se hallaban sentados los demás, quedaban dos piedras libres que podían ocuparse como asiento momentáneo. Me senté en una de ellas y él hizo lo mismo, a mi lado.

           —Jack, maldito pajarraco, pasa el güisqui. Toma, muchacho. Y sírvete un buen trago. La noche es fría. Te sentará bien.
           —Gracias, muchas gracias.

          Curiosamente advertí que ya no sentía miedo. Por el contrario, la compañía de aquellos hombres taciturnos y su jefe, aquel alto individuo de voz grave y ojos brillantes como ascuas me resultaba extrañamente acogedora.

           —Por tu acento no me pareces americano.— me dijo, con una media sonrisa que me produjo cierta desazón, ya que una gruesa cicatriz que nacía en la sien derecha, pasaba frente a la oreja y alcanzaba la comisura de los labios, daba a su expresión un algo de especial, como inhumano.
—¿De donde vienes?
            —Soy español.
            —¿Español? ¿De dónde exactamente?
       —No creo que lo hayáis oído en vuestra vida. Soy de un pequeño pueblo de la provincia de Pontevedra, en Galicia.
         
          Sus brillantes ojos se clavaron e mí y observé que me estudiaba detenidamente, de arriba abajo. Apartó los faldones del abrigo hacia los lados y pude ver que llevaba un grueso cinto de munición del que pendía a un lado, dentro de su funda, un voluminoso colt.

         —Tu cara me resulta familiar, forastero. ¿Qué haces en este lugar que no se atreven a pisar de noche ni los más gallitos de la ciudad?
         —Viajaba en coche y aquí cerca, nada más salir del congosto a la llanura se me paró el motor. Creo que algún canto me ha roto algo bajo el vehículo. Hay un charco de aceite en el suelo y no me atrevo a poner en marcha el motor estando así.
          —Tal vez podamos ayudarte... camaradas, apagad el fuego. Volvamos a la mina. Este forastero necesita ayuda. Tal vez el viejo Hawks puede echarle una mano con su coche.

          Los otros cuatro se pusieron en pie sin romper su silencio y a una señal suya caminaron hacia lo más profundo del valle.

         —Ven, verás nuestro refugio. Sígueme.

         A un tiro de piedra encontramos una entrada a las antiguas minas, parcialmente cegada por rocas y tierra. Unos viejos raíles metálicos se introducían en un oscuro túnel a su través y sobre ellos se hallaba una vieja locomotora de vapor. Un fuego intenso bajo su caldera provocaba chorros cónicos de vapor que brotaban con resoplidos por diversos puntos de los mecanismos motrices.

          Subimos todos a su pequeña cabina. Uno de aquellos hombres accionó una palanca sobre el panel frontal de mando y de manera lenta y majestuosa, con aquel típico ruido ensordecedor y alternante de las locomotoras de vapor, la máquina de tren emprendió su camino hacia lo más profundo de la mina.

          Llegamos a un lugar donde las vías acababan bruscamente, sepultadas por un antiguo derrumbe. Allí se había excavado como una gran galería, y el mineral de las paredes nos devolvió con rojos reflejos la luz del fuego de la caldera. Un hombrecillo apareció de entre las sombras, vestido con botas de minero y un mono de trabajo. Llevaba un viejo sombrero de paja y en su mano derecha una voluminosa herramienta, como una enorme llave inglesa. Al verle el hombre de los ojos brillantes se dirigió hacia él.

         —Hawks, viejo, este forastero es paisano mío. Por eso hoy vamos a darle un trato distinto del que solemos dar a los que nos descubren. — Ahora parecía dirigirse a los otros
No aceptaré discusión ni objeción alguna. Toma tus herramientas, viejo, y sube a la máquina.

          El hombrecillo, casi un anciano, tomó un par de cajas y las subió a la plataforma de la locomotora. Puso un pie en el estribo y mirándome, con una voz que sonó, como la del otro, extraña e irreal, me dijo: — ¿Vamos?
          —Ve con el viejo Hawks, forastero. Si alguien puede reparar tu coche es él. Te acompañarán otros dos mineros, fuertes y discretos, por si necesitaseis ayuda. Yo me quedo aquí.
         —Gracias, caballero, muchas gracias. Pero...¿Podéis decirme quien sois?
         —A mí todos me conocen como Yago el Gallego. Nada más te diré de mí. Pero vete, muchacho. Y recuerda una cosa: no volveremos a vernos. No nos busques ni quieras averiguar más sobre nosotros.

        Hicimos el trayecto hacia el exterior en aquélla vieja locomotora de las minas y me acompañaron hasta el coche. Entre los dos fornidos y callados mineros y aquel hombrecillo, que resultó ser un excelente mecánico, en pocos minutos tuve mi coche con el motor ronroneando suavemente, como hacía tiempo que no le oía. Y llegar a la ciudad fue cosa de coser y cantar.

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         —Y así fue como puede llegar hasta aquí.- Dijo el forastero, mientras sostenía una jarra metálica con ambas manos.
          —Acabe su ponche, amigo. En un unos minutos mi mujer le tendrá lista la alcoba.
          —Excelente ponche, la verdad. Les agradezco mucho que me hayan atendido a estas horas de la madrugada. Cuando pienso que he estado a punto de tener que pasar la noche en aquel lugar tan solitario y frío...
          —Usted pensará, seguramente, que ha sido una suerte que aún quedasen unos mineros en activo por allí.
          —Pues la verdad es que sí que lo pienso.
          —Mire, mi esposa ya baja. Coja su equipaje y le acompaño a su habitación.

           Cuando el dueño de aquel pequeño motel, situado en las afueras de la ciudad, vio que el forastero estaba dispuesto a cerrar la puerta de la habitación puso una mano en su brazo y mirándole con curiosidad dejo ir:

          —Está claro que usted es él primero que les ha visto y sigue con vida.
          —¿A qué se refiere?
          —Ha visto usted el tren fantasma de las minas, estoy seguro. Hace unos cincuenta años una vieja locomotora, con varios mineros y un vigilante, quedó sepultada por un terrible derrumbamiento. Aquella zona de las minas no era segura y se selló para siempre. Pero algunos afirman que a veces, por la noche, los fantasmas de los mineros salen al exterior con su viejo ferrocarril por un acceso medio abierto en la colina. Los que, prudentes, se alejan del lugar, pueden explicarlo. Pero aquellos que insisten en regresar y buscarles de nuevo, desaparecen de manera misteriosa y no regresan jamás.

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Nota: Si algún día encuentro el tiempo necesario, tal vez reescriba esta pequeña historia sobre la idea inicial de la que nació. La limitación de las 1700 palabras me hizo optar por esa versión resumida, con la que concursé. Pero mi idea original contenía cosas como un antiguo tío de la familía, una especie de oveja negra, que marchó a las Américas y trabajó en las minas. El protagonista de los hechos narrados, de regreso a Galicia y hablando con su viejo abuelo sabría de ese hombre alto, seco, taciturno, que se empleó como guardia en los ferrocarriles de las minas. El abuelo le hablaría de él como del tío Yago, el que marcho a las Américas.

lunes, 26 de marzo de 2012

Ewan y Weena

     En el otoño del 2010, próximos como ahora a una huelga general, presenté en el concurso de relatos de Bubok un pequeño cuento de ciencia ficción que, la verdad, no tuvo demasiado éxito en su momento. En la última edición, la de los accidentes, se ha presentado un relato que tiene algunas cosas en común con el mío. Me refiero a que en ambos encontramos a dos astronautas lejos de la tierra, se produce un brindis en la nave o base espacial, y se habla de un planeta sin hombres, exterminados por diferentes motivos. Fuera de esas coincidencias los relatos tienen poco en común. Mi relato de septiembre de 2010 es el siguiente:



                                Ewan y Weena
 
     —¿Cuánto tiempo nos queda?
     —La carga de los acumuladores puede durar un par de días. Si no encontramos un lugar para aterrizar y reparar las placas fotovoltaicas, tendremos que entrar en la solución B.
     —¿Sólo dos días?
     —Sí.
     Ewan y Weena, los tripulantes de la nave espacial, se hallaban sentados frente a la pantalla del ordenador central del puesto de mando. Un choque inesperado con un meteorito, al abandonar el hiperespacio, les había llevado a aquella delicada situación.
     —Weena...
     —¿Ewan?
     —Ha sido un placer trabajar junto a ti.
     —No te rindas aún. Demos un último vistazo al mapa estelar... ¿Qué es esto?
     —Un sistema solar con una estrella enana y dos o tres planetas.
     —Ya lo veo. Pero ese, el más lejano, se ve borroso...
¡Tiene atmósfera!
     —Tienes razón. Toma sus coordenadas. Enviemos una señal sonda y en unos minutos lo sabremos todo sobre él.

Diámetro: 14.4x10E6 m
Densidad : 4.36 unidades.
Gravedad : 8.8 m/s2
Temperatura superficial : entre – 10º y 30º Celsius.
Atmósfera : Presencia de O2 en un 18 %
Agua. Abundante. Cubre un 60 % de la superficie.
Formas de vida: Seres vivos en medio acuoso, terrestre y aéreo.
Basados todos en la química del carbono. Indicios de vida inteligente.

     —¡Dios mío, Weena! ¡Parece un gemelo de nuestra Tierra!
     —¡Estamos salvados! Introduce la posición en el ordenador de ruta.
     —Ya esta hecho. Oye, vamos a abrir una de esas botellas. ¡Esto hay que celebrarlo!
     —Esas botellas son para el Senado Imperial...
     —¡Que se joda el senado! No les vendrá de una.
 

     El aterrizaje fue muy sencillo. Posaron la nave con suavidad en una superficie plana circular de unos doscientos metros de diámetro, rodeada de frondosos bosques. Descendieron por la plataforma desplegable y dedicaron un par de horas a revisar las enormes superficies exteriores cubiertas de placas fotovoltaicas. Repararlas no sería sencillo, pero disponían de tiempo y en aquel lugar no parecía que fuesen a faltarles el alimento y la bebida.
 

     Estabilizados los cuatro soportes que les anclaban al terreno, subieron de nuevo a la nave. El sistema de telecomunicación seguía sin responder. Seguramente, cuando lograsen un nivel de carga suficiente en las baterías, podrían restablecer las comunicaciones con la base de operaciones e incluso con la propia Tierra.

      Pasaron la noche durmiendo profundamente. Después de haber estado al borde de la muerte, su situación actual les permitió algo que hacía días no lograban. Relajarse y despreocupados, descansar plácidamente durante unas horas.


     —¡Ewan! ¡Despierta! No vas a creértelo. Tenemos visita.
     —¿Visita? ¿De quién?
   —Mira por la escotilla. Están ahí fuera. Parecen guerrilleras.
     —¿Guerrilleras? ¡Caramba! ¡Es cierto! Son mujeres... No están nada mal, aunque dan un poco de miedo con esos uniformes y esas armas. Creo que lo mejor será que intentes tú comunicarte con ellas. Al ser una mujer sabrás llevar mejor la situación. Hazles saber que no somos enemigos suyos, que tan sólo vamos a estar unos días aquí, en su planeta.
     —No sé, Ewan... No creo que sea prudente. Deberíamos quedarnos aquí arriba y esperar a que se vayan. No me acaba de gustar la idea de salir ahí fuera y enfrentarme a ellas.
     —No veo que tengamos otra alternativa. Prepárate. Ponte el uniforme, y toma un arma corta. Voy a abrir la bodega y bajar la rampa.
     —No va a hacer falta. Ponte tú también el uniforme. Están aproximando un vehículo oruga con una plataforma elevable. Dentro de un momento estarán bajo la bodega.
     —En ese caso abriré la compuerta deslizante. Quizás al ver que les abrimos nuestra nave entiendan que somos seres amistosos.

     Cuando Ewan despertó notó que le dolía mucho la cabeza. Se llevó la mano derecha al cinto en busca de su arma. No la llevaba. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba? Una débil luz azulada, que venía de un punto situado unos metros por encima, le permitió distinguir que había estado acostado en una plataforma rectangular unida a la pared. Se puso en pie y palpó las extrañas ropas que lo cubrían. Un ajustada pero ligera prenda de un material flexible y suave, que le cubría por completo y dejaba libres cuello y cabeza, y manos y pies.

     ¿Qué le habría ocurrido a Weena? Cuando aquellas mujeres penetraron en la nave, sin darles tiempo a explicarse les habían disparado con algún tipo de rayo paralizante. Weena había caído de bruces y dos de las asaltantes, sin aparente esfuerzo, la levantaron del suelo y se la llevaron por la escotilla inferior de la bodega. Nada pudo hacer para ayudarla. Él quedó apoyado en la pared, viendo como aquellas extrañas guerreras se le aproximaban. Una, que parecía comandar el grupo, le había mirado fijamente. Recordó como sus ojos, grandes y extraordinarios, le observaban con curiosidad, mientras apoyaba en su pecho un voluminoso anillo que llevaba en la mano izquierda. Aquello produjo una dolorosa descarga que le había hecho perder el sentido.

      Su vista se acostumbró pronto a la penumbra. Vio que estaba en un lugar cerrado. En el centro de un alto techo abovedado, varios metros por encima de él, brillaba una mortecina luz azul. Le rodeaba una pared curva, formando como un semicírculo, y la sala quedaba cerrada por otra pared, plana, que unía sus extremos. Dos sillas y una mesa, y aquella plataforma adosada a la pared sobre la que había despertado, eran todo el mobiliario de aquel lugar.
 

     De pronto todo se llenó de luz, una luz viva e intensa que procedía del otro lado de la pared semicircular, que resultó ser de un grueso material transparente, como metacrilato. A su través, vio que aquella celda estaba en el interior de una vastísima sala y que no era la única. En efecto, a derecha e izquierda le pareció ver numerosas estructuras como aquella que le encerraba. En su interior vio extraños seres vivos, animales de especies desconocidas para él.

     —¡Ewan!

     Se volvió sobresaltado. Weena acababa de aparecer por una puerta que se había abierto a su espalda. Vestía un uniforme como el de las guerrilleras y se la veía bien. Pálida y algo nerviosa, pero sana y salva.

     —¡Weena! ¿Qué te han hecho? ¿Por qué te has vestido así?
     —Me han aceptado como una igual. Por ser mujer.
     —¿Y yo qué hago aquí?
    —Siéntate. Miraré de explicártelo.

     Se sentaron en las dos sillas, frente a frente. Ewan alargó la mano para tomar la de Weena.

     —No, Ewan. No me toques. Puede que nos estén viendo. No les gustaría.
     —¿Que no les gustaría? No te entiendo... bien que deben ellas tocar a sus amantes.
     —No los tienen.
     —Vale. A ver si me aclaro. No tienen amantes. Son como las amazonas. Salen de caza y capturan machos de su especie. Procrean con ellos y luego los dejan.
     —Ya veo que no lo entiendes. No hay machos de su especie.

     Ewan miró con incredulidad a Weena. ¿Había perdido el juicio?

     —En este planeta, como pasó en el nuestro, los humanos evolucionaron a partir de unos simios. Los machos y las hembras se diferenciaron poco a poco, de acuerdo con las tareas que asumieron en las tribus. Los hombres cazaban y guerreaban y las mujeres cuidaban de los hijos y del poblado, cocinaban y confeccionaban pieles para vestir. Ello hizo que físicamente ellos fuesen progresivamente más fuertes que ellas. Y como ocurrió allá en la Tierra, con el paso del tiempo los hombres, desde su posición de seres más fuertes comenzaron a considerar a las mujeres como seres inferiores. Y las explotaron y maltrataron, las esclavizaron y las consideraron meros objetos de su propiedad. La poligamia fue algo natural y consentido, así como el adulterio masculino. En cambio, cualquier sospecha de infidelidad en ellas se castigaba con la muerte.
     —Me recuerda lo que estudiábamos en las clases de historia antigua. Aquello de que las mujeres no podían votar, ni ir a la universidad...
     —En este planeta vivieron cosas parecidas, o peores. Pero así como en la Tierra superamos todo eso y no hay diferencias básicas entre nosotros, aquí las cosas fueron distintas. Su progreso en la ciencia les llevó a un elevado conocimiento en biología molecular, embriología y biología reproductiva. No estoy segura de como fue, pero un grupo de mujeres, investigando en la clandestinidad, descubrió que con procedimientos similares a los de la clonación se podía obtener un embrión humano a partir de dos óvulos. Uno de ellos aportaba su núcleo, sus cromosomas, actuando como un espermatozoide.
     —Pero de ese modo sólo podrían tener hijas...
     —Exacto. Colocando en el útero uno de esos embriones se inducía un embarazo, al final del cual daban a luz una niña, hija biológica de las dos mujeres que habían aportado los óvulos. De ese modo se podía evitar la endogamia y la uniformidad génica que la suponía la clonación.
     —Pero sin niños...
     —No los necesitaban para nada. Aquello fue el origen de una violenta revolución. Cuando las mujeres de este planeta supieron que ya no necesitaban a los hombres para reproducirse y mantener la especie, todas las ofensas acumuladas durante siglos volvieron a su memoria. Arrinconados antes en recónditos lugares de su subconsciente el rencor, el odio y el deseo de venganza se hicieron conscientes...
     —¿Y?
     —Y los exterminaron. No dejaron ni uno.

     Weena calló y miró fijamente a Ewan, que la contemplaba con expresión de asombro e incredulidad. Estaba claro que aquello era demasiado para asimilarlo de golpe. Dejó que el pobre muchacho reflexionase en silencio unos minutos. Cuando vio que parecía aceptar la situación le dijo algo más.
     —He logrado convencer a la directora de esta institución para que te colocasen aquí. Eres un ejemplar único de algo que daban por extinguido.

     Ewan estaba anonadado. Miraba en silencio a su alrededor y pensaba que aquello no podía ser real. Era una pesadilla. Una increíble y odiosa pesadilla. Tuvo una idea. Él seguía vivo. No le habían matado.

     —Pero Weena... si todo eso es cierto, ¿por qué sigo con vida?
     —Ya te lo he dicho, eres un ejemplar único. El último representante de una forma de vida extinguida. Como tal estás en este lugar, un moderno museo de zoología. Aquí podrán visitarte con sus hijas los fines de semana, y señalarte como uno de aquellos enemigos a los que vencieron en el pasado. 

 
     Los nombres de los dos personajes no son casuales. Ewan lo escogí pensando en un actor, Ewan McGregor, que ha interpretado más de una película de C.F. Y Weena es un homenaje a H.G.Wells, ya que es el nombre de la joven a la que rescata de los malvados Morlocks, en un futuro muy lejano, el viajero en el tiempo. Y ahora que lo pienso, este relato podría haber participado en el concurso sobre los accidentes, ya que fue un accidente al abandonar el hiperespacio lo que llevó a Weena y Ewan al planeta de las super amazonas.