miércoles, 26 de marzo de 2014

"Tres horas", un relato epinicio.

Hace ya bastante tiempo, en el concurso de relatos de bubok, tuvimos que enfrentarnos al reto de escribir un relato epinicio. Un epinicio es un canto de victoria, y eso es mi relato, la narración de una laboriosa victoria contra un maligno enemigo.

Este fue mi relato:


Tres horas

Habían sido tres horas terribles. El sudor había caído, molesto, impertinente, velándole a ratos la vista. En algunos momentos, corriendo lentamente por su cuello y por su espalda, se empeñó en distraerle. Por fortuna sin suerte.

Habían sido ciento ochenta minutos de rabia, de tensión, de lucha y precisión. Sus piernas flojearon en alguna ocasión. Su pecho contuvo con doloroso esfuerzo la tos que, sin misericordia, por el sudor y el frío ambiente le atacó muchas veces. Su espalda se quejó algunos momentos, sus brazos clamaron por un reposo que no podía darles. Sus manos trabajaron hasta límites insospechados, y aunque hubo tensión e incluso un agotamiento que las llevó a un momentáneo agarrotamiento doloroso, no les quiso dar tregua. No podía. Haberlo hecho hubiese sido como renunciar, claudicar y perder.

Fue una sucesión de muchísimos tiempos en los que el cerebro trabajó hipervoltado y ofreció a su tarea lo más alto y preciso de su conocimiento, de su destreza, de su habilidad, de su saber, de su experiencia. Fue una de esas batallas en las que allí, ante nosotros, Átropos, la parca, espera que fallemos en algún momento ante la magnitud del reto, que ante su dificultad caigamos o arrojemos la toalla. Fue uno de esos combates en los que, desesperados, luchamos con denuedo, con arrojo, con energía, y en ningún momento bajamos la guardia. Fue un singular encuentro en el campo del honor, entre un cruel enemigo y un aguerrido caballero, un duelo prolongado en el que muchas veces el noble combatiente parecía estar a punto de caer derrotado por las malas artes y crueles artimañas del enemigo. Se había derramado mucha sangre, que teñía de rojo el campo de batalla, pero no tanta que no fuese posible restañar las heridas y abrirse paso, lentamente hacia el frente, hacia el lugar donde el enemigo, insidioso, maligno, se ocultaba agazapado, fuertemente adherido al territorio. Milímetro a milímetro se habían ido ganado posiciones, y con su afilado acero, había ido poniendo cerco al monstruo, al engendro.

Había sido una prueba de fuego, como un abismo insondable o una cordillera de nieves perpetuas de esas que cierran el paso a los viajeros. Pero él había pasado. Lo había logrado. Ni la crítica situación del enemigo junto a zonas esenciales para la vida, ni las profundas raíces que lo unían a estructuras frágiles, delicadas y vulnerables habían sido obstáculo suficiente para quebrar su decisión ni lograron llevar su empeño al fracaso. Ni el volumen, ni la dureza, ni la terrible malignidad de aquel engendro consiguieron que la parca, atenta y vigilante, se llevase un botín aquella tarde.

No. Tras tres horas de precisa y difícil cirugía, el tumor, situado en la base del cerebro, pudo ser extirpado. El mal pudo ser arrancado. Se ganó la batalla.

Se sacó los guantes y salió del quirófano. Por la acristalada puerta vio a su paciente, todavía profundamente sedado e intubado, con el cráneo cubierto por un denso vendaje. Una profunda sensación de paz y relajación le envolvió.

—Sobrevivirás. Lo hemos logrado.

No hay comentarios: