lunes, 2 de abril de 2012

El tren de la mina

        Hace algún tiempo en el concurso de relatos quincenal de Bubok el tema elegido, alrededor del cual debían desarrollarse nuestros relatos, fue el del tren, el ferrocarril. Ultimamente las entradas en los foros se ven animadas de vez en cuando por algo que tiene que ver con los trenes y sus vagones, aunque va mucho más allá que todo eso. Me refiero a Convoy 89. Y me ha traído a la memoria mi relato sobre un viejo tren de una vieja mina. El que presenté en el concurso. Si os apetece leerlo aquí está:

El tren de la mina
          Estaba anocheciendo y la cosa no pintaba bien, pues yo estaba como a veinte millas de la ciudad más próxima. Los últimos destellos del día se reflejaban en la larga superficie asfaltada que se alejaba hacia el oeste. Detrás quedaba el pequeño macizo montañoso que acababa de atravesar.

          Cerré el capó del coche, tras comprobar que no iba a poder ponerlo en marcha, y me dispuse a comer y beber un poco, mientras meditaba sobre mi situación. Pasar la noche allí mismo no me parecía una buena idea. De modo que decidí tomar la linterna y subir a una pequeña colina cercana, en dirección a la zona de las minas. Desde allí esperaba poder ver las luces de algún rancho, algún motel o alguna granja.

          Pocos minutos después, desde aquella pequeña elevación del terreno contemplé una amplia extensión del territorio. Y ni la más mínima luz parecía indicar que hubiese algún lugar habitado en varios quilómetros alrededor.

          Me di la vuelta, hacia la negra silueta de aquella zona montañosa que quedaba atrás. En el siglo XIX habían explotado las minas de carbón que encerraba aquel abrupto territorio. De hecho, según había leído, hacía sólo pocos años que se habían cerrado definitivamente las explotaciones mineras de aquel lugar.

        Cuando, desanimado, estaba dispuesto a regresar al coche, vi con sorpresa un leve resplandor rojizo que despuntaba por encima de unos cercanos riscos. Parecía venir de un vallecillo lateral, de los muchos que acababan en el congosto central por el que discurría la carretera.

         Me abroché la zamarra hasta el cuello, pensando que el frío de la noche era un aliado, pues las peligrosas serpientes de cascabel que abundan por allí no saldrían de sus refugios hasta que el sol calentase de nuevo la tierra, y caminé con cuidado en busca del origen de aquel resplandor. Llegué por fin a un lugar en el que, a mis pies, unos veinte o treinta metros más abajo, se veía la luz de una fogata.

          Como es lógico dudé antes de descender hacia allí. ¿Qué podían hacer en aquel apartado lugar aquellos hombres sentados alrededor del fuego? ¿Serían buena gente o, por el contrario, salteadores, rufianes o maleantes?

          Bajé hasta el terreno llano y me oculté entre unas rocas. Vi un grupo de cuatro hombres sentados en silencio alrededor de una pequeña fogata. Vestían con ropas sencillas y cómodas, como las de algunos obreros y campesinos que había visto en algunos ranchos a lo largo del día. Un par de ellos sostenían en pie, a su lado y tomándolos por el mango, un par de picos de dos puntas, cuyo metal reflejaba el brillo del fuego.

          Sobre una roca que destacaba de las demás se hallaba en pie otro hombre, dando la espalda al grupo y mirando hacia lo más profundo y negro del valle. A diferencia de los otros llevaba una especie de parca o semiabrigo, y un sombrero de ala ancha en la cabeza. Con los brazos cruzados sobre el pecho, su faz quedaba prácticamente oculta en la sombra. Curiosamente sus ojos, muy abiertos, parecían brillar en la obscuridad. Y su brillo era extraño e inquietante.

           —Acércate, forastero. — Su voz, cuando aquel hombre se volvió y miró hacia el lugar donde me yo hallaba, sonó profunda y grave, con tonalidades extrañas, como con un eco o una cierta reverberación. —No temas, ven aquí y comparte el calor de nuestro fuego y también, por qué no, un trago de nuestro güisqui.

          Ante aquella invitación así formulada, y sabiendo que me había visto y por lo tanto era inútil seguir entre las sombras, me acerqué al fuego, no sin cierto temor.

         —No temas nada de nosotros, forastero. Siéntate.

          El hombre de la extraña voz me mostró que alrededor de la hoguera donde se hallaban sentados los demás, quedaban dos piedras libres que podían ocuparse como asiento momentáneo. Me senté en una de ellas y él hizo lo mismo, a mi lado.

           —Jack, maldito pajarraco, pasa el güisqui. Toma, muchacho. Y sírvete un buen trago. La noche es fría. Te sentará bien.
           —Gracias, muchas gracias.

          Curiosamente advertí que ya no sentía miedo. Por el contrario, la compañía de aquellos hombres taciturnos y su jefe, aquel alto individuo de voz grave y ojos brillantes como ascuas me resultaba extrañamente acogedora.

           —Por tu acento no me pareces americano.— me dijo, con una media sonrisa que me produjo cierta desazón, ya que una gruesa cicatriz que nacía en la sien derecha, pasaba frente a la oreja y alcanzaba la comisura de los labios, daba a su expresión un algo de especial, como inhumano.
—¿De donde vienes?
            —Soy español.
            —¿Español? ¿De dónde exactamente?
       —No creo que lo hayáis oído en vuestra vida. Soy de un pequeño pueblo de la provincia de Pontevedra, en Galicia.
         
          Sus brillantes ojos se clavaron e mí y observé que me estudiaba detenidamente, de arriba abajo. Apartó los faldones del abrigo hacia los lados y pude ver que llevaba un grueso cinto de munición del que pendía a un lado, dentro de su funda, un voluminoso colt.

         —Tu cara me resulta familiar, forastero. ¿Qué haces en este lugar que no se atreven a pisar de noche ni los más gallitos de la ciudad?
         —Viajaba en coche y aquí cerca, nada más salir del congosto a la llanura se me paró el motor. Creo que algún canto me ha roto algo bajo el vehículo. Hay un charco de aceite en el suelo y no me atrevo a poner en marcha el motor estando así.
          —Tal vez podamos ayudarte... camaradas, apagad el fuego. Volvamos a la mina. Este forastero necesita ayuda. Tal vez el viejo Hawks puede echarle una mano con su coche.

          Los otros cuatro se pusieron en pie sin romper su silencio y a una señal suya caminaron hacia lo más profundo del valle.

         —Ven, verás nuestro refugio. Sígueme.

         A un tiro de piedra encontramos una entrada a las antiguas minas, parcialmente cegada por rocas y tierra. Unos viejos raíles metálicos se introducían en un oscuro túnel a su través y sobre ellos se hallaba una vieja locomotora de vapor. Un fuego intenso bajo su caldera provocaba chorros cónicos de vapor que brotaban con resoplidos por diversos puntos de los mecanismos motrices.

          Subimos todos a su pequeña cabina. Uno de aquellos hombres accionó una palanca sobre el panel frontal de mando y de manera lenta y majestuosa, con aquel típico ruido ensordecedor y alternante de las locomotoras de vapor, la máquina de tren emprendió su camino hacia lo más profundo de la mina.

          Llegamos a un lugar donde las vías acababan bruscamente, sepultadas por un antiguo derrumbe. Allí se había excavado como una gran galería, y el mineral de las paredes nos devolvió con rojos reflejos la luz del fuego de la caldera. Un hombrecillo apareció de entre las sombras, vestido con botas de minero y un mono de trabajo. Llevaba un viejo sombrero de paja y en su mano derecha una voluminosa herramienta, como una enorme llave inglesa. Al verle el hombre de los ojos brillantes se dirigió hacia él.

         —Hawks, viejo, este forastero es paisano mío. Por eso hoy vamos a darle un trato distinto del que solemos dar a los que nos descubren. — Ahora parecía dirigirse a los otros
No aceptaré discusión ni objeción alguna. Toma tus herramientas, viejo, y sube a la máquina.

          El hombrecillo, casi un anciano, tomó un par de cajas y las subió a la plataforma de la locomotora. Puso un pie en el estribo y mirándome, con una voz que sonó, como la del otro, extraña e irreal, me dijo: — ¿Vamos?
          —Ve con el viejo Hawks, forastero. Si alguien puede reparar tu coche es él. Te acompañarán otros dos mineros, fuertes y discretos, por si necesitaseis ayuda. Yo me quedo aquí.
         —Gracias, caballero, muchas gracias. Pero...¿Podéis decirme quien sois?
         —A mí todos me conocen como Yago el Gallego. Nada más te diré de mí. Pero vete, muchacho. Y recuerda una cosa: no volveremos a vernos. No nos busques ni quieras averiguar más sobre nosotros.

        Hicimos el trayecto hacia el exterior en aquélla vieja locomotora de las minas y me acompañaron hasta el coche. Entre los dos fornidos y callados mineros y aquel hombrecillo, que resultó ser un excelente mecánico, en pocos minutos tuve mi coche con el motor ronroneando suavemente, como hacía tiempo que no le oía. Y llegar a la ciudad fue cosa de coser y cantar.

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         —Y así fue como puede llegar hasta aquí.- Dijo el forastero, mientras sostenía una jarra metálica con ambas manos.
          —Acabe su ponche, amigo. En un unos minutos mi mujer le tendrá lista la alcoba.
          —Excelente ponche, la verdad. Les agradezco mucho que me hayan atendido a estas horas de la madrugada. Cuando pienso que he estado a punto de tener que pasar la noche en aquel lugar tan solitario y frío...
          —Usted pensará, seguramente, que ha sido una suerte que aún quedasen unos mineros en activo por allí.
          —Pues la verdad es que sí que lo pienso.
          —Mire, mi esposa ya baja. Coja su equipaje y le acompaño a su habitación.

           Cuando el dueño de aquel pequeño motel, situado en las afueras de la ciudad, vio que el forastero estaba dispuesto a cerrar la puerta de la habitación puso una mano en su brazo y mirándole con curiosidad dejo ir:

          —Está claro que usted es él primero que les ha visto y sigue con vida.
          —¿A qué se refiere?
          —Ha visto usted el tren fantasma de las minas, estoy seguro. Hace unos cincuenta años una vieja locomotora, con varios mineros y un vigilante, quedó sepultada por un terrible derrumbamiento. Aquella zona de las minas no era segura y se selló para siempre. Pero algunos afirman que a veces, por la noche, los fantasmas de los mineros salen al exterior con su viejo ferrocarril por un acceso medio abierto en la colina. Los que, prudentes, se alejan del lugar, pueden explicarlo. Pero aquellos que insisten en regresar y buscarles de nuevo, desaparecen de manera misteriosa y no regresan jamás.

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Nota: Si algún día encuentro el tiempo necesario, tal vez reescriba esta pequeña historia sobre la idea inicial de la que nació. La limitación de las 1700 palabras me hizo optar por esa versión resumida, con la que concursé. Pero mi idea original contenía cosas como un antiguo tío de la familía, una especie de oveja negra, que marchó a las Américas y trabajó en las minas. El protagonista de los hechos narrados, de regreso a Galicia y hablando con su viejo abuelo sabría de ese hombre alto, seco, taciturno, que se empleó como guardia en los ferrocarriles de las minas. El abuelo le hablaría de él como del tío Yago, el que marcho a las Américas.