En una de las pasadas ediciones del concurso de relatos breves de Bubok se propuso como tema "la humildad". Casualmente había recibido aquellos días un mensaje de una sobrina, en el que nos explicaba a la familia algunos detalles de un viaje en el que se hallaba embarcada por algunos lugares de Asia. Con algunos de los avatares de aquel viaje arrancó mi relato. Se trataba de la humildad y eso no era difícil en la India. Me quedó un relato apañadito, en el que de nuevo, como me ha ocurrido otras veces en mis escritos, las setas se colaron para jugar un papel más o menos relevante.
¡Esas vacas sagradas!
Los
dos viajeros, una pareja algo por debajo de los cuarenta, bien
equipados y pertrechados, dejaron sus mochilas en el suelo y se
sentaron en un rústico banco de madera. Abrieron una bolsa y sacaron
algo de comida, unos sandwiches que habían comprado a un vendedor
ambulante la noche anterior en la estación, justo antes de salir.
Estaban
cansados del viaje pues aquella noche, en el tren, apenas habían
podido dormir unas cinco horas. Por suerte habían conseguido un
compartimiento en el que viajaron solos, de modo que no tuvieron
problemas de convivencia. Ningún hindú roncador ni nadie
vociferando había alterado aquellas pocas horas de descanso.
La
primera parte del viaje desde el Nepal había sido también
agotadora. En especial el trayecto en autobús desde Katmandú, que
teóricamente debía durar unas siete horas y que en realidad supuso
algo más de diez. Sin embargo, la experiencia del rickshaw
hasta la frontera fue mucho más divertida y agradable. Salvo, tal
vez, por el hecho de que el pobre hombrecillo que lo arrastraba, a
ratos parecía que no podía con su alma, llevándoles a ellos con
sus pesadas mochilas. Y la verdad, más de una vez pensaron que el
vehículo se iba a romper con su peso. Por ello, aunque no solían
dar propinas, le habían pagado algo más de lo acordado, como una
compensación por sus esfuerzos.
Pasaron
sin problemas la frontera entre Nepal e India, en medio de una
multitud de gente que iba y venía a lo largo de una callejón ancho,
muy transitado, en medio del cual unos funcionarios les hicieron
llenar los formularios y el papeleo correspondiente sobre unas mesas
de madera, para a conti-nuación tomar sus pasaportes, mirarlos y
devolvérselos indicán-doles que podía proseguir hacia el otro lado
de la calle, el sector hindú.
Una
vez en la India habían tomado otro autobús, esta vez hindú y, por
lo tanto, algo mejor que el nepalí, hasta Gorakpur la ciudad donde
debían tomar el tren y a cuya estación llegaron cuando estaba
oscureciendo. Aquella estación de ferrocarril les había impactado
muchísimo porque estaba atiborrada de gente. Gente por todas partes.
Sobre el suelo de la estación durmiendo, comiendo, jugando a cartas
o haciendo cosas menos agradables. En algunos lugares se veían
ratas. Pero no ratas normales. Ratas gigantes. Ratas como perros. Y
muchísimos perros, la mayoría escuálidos y de penoso aspecto.
Aunque les habían prevenido sobre esa convivencia miserable de
animales e hindúes, no esperaban algo así: animales y seres humanos
mezclados por todas partes, en medio de la porquería y la basura.
Acabaron
su frugal desayuno, y tomando las mochilas se adentraron en las
callejuelas de Varanasi, pues en el centro de la ciudad les habían
recomendado un buen hotel, de aceptable precio y sobresaliente nivel
de limpieza e higiene, considerando los estándares de la vieja
ciudad.
El
establecimiento no les defraudó. Se instalaron en su habitación, y
tras ducharse y cambiarse salieron de nuevo a la calle, con la
intención de dirigirse hacia la orilla del río, la zona de los
ghats,
aquellos peculiares muelles a los que acuden los habitantes de la
región con su difuntos para las ceremonias de cremación. A lo largo
de ellos pudieron ver algunas de aquellas ceremonias. Las encontraron
curiosas e interesantes, pero no pudieron evitar ese sentimiento que
agarra el corazón y lo sacude, al ver aquella gente entregando a sus
seres queridos al fuego purificador y al río sagrado.
Para
el regreso tomaron un estrecho callejón que atravesaba el barrio
próximo al río y llevaba directamente al hotel. Hacia la mitad del
camino debían cruzar una plazuela, pero el paso hacia el hotel
estaba cerrado por la presencia de una par de voluminosas vacas que
reposaban, indolentes, en el suelo, rumiando cansinamente. Aquello
era fastidioso en verdad. Si no pasaban por aquel lugar tendrían que
retroceder hasta el río y dar un gran rodeo. Por eso fue que
intentaron que las vacas se moviesen.
—¡Bichos!
¡Ea! ¡Arriba, caramba!
Las
vacas les miraron con curiosidad, pero no se movieron lo más mínimo.
—Dejen
tranquilos a esos animales, my
friends,
o se van a meter en un buen lío.
El
que así había hablado era un hombrecillo delgado, de edad
indefinida, que se hallaba sentado en una banqueta junto a la entrada
de una de las casas de la plazuela. Vestía como unas pobres telas de
color crudo y sus ojos pequeños y brillantes destacaban en su faz
cetrina. Agarraba con una mano un bastón de leño nudoso y señaló
con él a los animales.
—El
espíritu de Brahma habita en esas bestias. Son sagradas.
—¿No
podría usted convencer a Brahma para que las moviese un poco?
—Son
ustedes extranjeros, veo. Vengan aquí, siéntense a mi lado. Las
vacas rumiarán un rato y se irán. Las conozco bien.
—¿Y
dice usted que el espíritu de Brahma vive en esos bichos?
—Así
es, milady.
Son sagradas. Pero no las culpe por ello. Ellas no escogieron ser
holly
animals.
Fue Brahma quien las escogió a ellas.
—No
me diga...
—Fue
hace mucho, muchísimo tiempo. Brahma se presentó en la forma de un
viejo peregrino a un joven, intocable como yo, que vivía del
pastoreo y del cultivo de la tierra. Fue un día en que el joven se
hallaba sentado sobre una roca vigilando su ganado, en un valle
situado al pie de una elevada colina en la que habitaban, en un
monasterio, un grupo de brahmanes. El joven sabía, pues les había
visto recogerlo en los altos bosques de unos montes próximos, que
ellos consumían el Soma,
que brotaba de la tierra tras la tormenta, cuando el relámpago la
fertilizaba. Y había oído cosas maravillosas de aquel Soma.
Sabía que ellos, por su mediación, hablaban con su Señor. Pero
también sabía que sólo ellos, las castas superiores, podían
tocarlo y utilizarlo. Se lo habían enseñado desde muy pequeño:
"Eso que crece en el bosque, el Soma
de los Brahmanes, es tabú para nosotros. Tan solo con rozarlo,
moriremos." El joven se preguntaba por qué ellos, los
intocables, no podían hablar con Dios como lo hacían los monjes.
¿Eran demasiado humildes para Brahma?
—¿Y
Brahma se le apareció como un peregrino, dice usted?
—En
realidad, milord,
el Dios se hizo transportar por el peregrino, en su alforja. Cuando
el joven pastor estaba en lo más profundo de sus meditaciones sintió
una voz.
"¡Salud,
joven! El señor ha querido darte una respuesta.".
El
muchacho se puso en pie y vio a un anciano de largos cabellos y larga
barba blanca, vestido con una sencilla túnica y unas sandalias,
apoyado en un cayado de madera. El anciano introdujo la mano en su
alforja y le entregó algo parecido a un panecillo pasado,
enmohecido, cubierto por una floridura de color blanco azulado.
"Dale
de comer esto a esa vaca que pace allí".
El
joven tomó el panecillo y se quedó mirando al anciano peregrino.
"¿Por
qué he de dárselo?"
"Brahma
viene hacia ti desde este alimento. La vaca será el camino. A través
de ella el Dios se te manifestará. Larga vida par ti, joven pastor."
El
joven quedó mirando incrédulo como el anciano se alejaba valle
abajo. Sopesó en sus manos aquel mohoso chusco y a punto estuvo de
tirarlo. Sin embargo, pensó, a la vaca seguramente le gustaría. Y
se acercó al animal.
—¿Se
lo comió la vaca?
—Como
era de esperar la vaca lo masticó y lo tragó en un santiamén. Y
nada pasó.
—¿Nada?
—No
de momento. El joven pensó que aquel peregrino le había tomado el
pelo, y resignado se encogió de hombros y se acostó en la hierba
próxima para descansar aquella noche. Y al amanecer, guiando a las
vacas, que habían dejado un buen trozo del verde prado cubierto con
sus tifas, se dirigió hacia su cabaña, situada en el otro extremo
del valle.
—¿Y
cuándo aparece Brahma en esta historia?
—Paciencia,
milady.
Un par de semanas más tarde el joven regresó a aquellos prados de
la parte alta del valle y se acercó al linde de un bosquecillo para
reposar y comer su frugal almuerzo. A pocos metros vio el lugar donde
días antes habían ramoneado los animales, cubierto de tifas medio
secas, y algo llamó su atención. Aquí y allá, en medio de las
tifas, parecían crecer unas extrañas plantas. Se acercó al lugar y
vio que eran como unos dedos cubiertos con un capuchón de color
anaranjado. Tocó uno. Su consistencia era tierna y su superficie
suave. Lo arrancó y lo acercó a su nariz. Inspiró profundamente su
agradable aroma. “Esta planta es Pũtika,
es sagrada.”, pensó. Recolectó un puñado de aquellos dedos y los
tomó en su cena. Y al poco, aquella noche, Brahma apareció ante él,
sobrecogedor y majestuoso, pero bondadoso y apacible al mismo tiempo.
Y le habló y le bendijo.
Pronto
se corrió la voz: el espíritu de Brahma habitaba en aquellas
plantas que crecían en las tifas de las vacas. Lógicamente, de eso
a considerarlas como holly
animals
solo había un paso. Y el paso se dio y el mito persistió.
Simplemente porque unos humildes honguillos del estiércol
permitieron a los más humildes comunicarse con la divinidad.
Vaya.
Veo que las vacas se levantan ya, my
friends.
El paso está libre. Podéis seguir vuestro camino, jóvenes
viajeros.
—Gracias,
buen hombre. Por su compañía y por esa historia tan bonita que nos
ha contado. Si por casualidad necesitase algo de nosotros estamos en
ese hotel, al fondo del callejón. Vamos pasar todavía dos o tres
días en Varanasi.
—Gracias
a vosotros. Si necesitáis algo de mí me encontraréis todas las
tardes, aquí en esta plazuela.
Tomaron
de nuevo sus mochilas y se alejaron en dirección al hotel por el
estrecho callejón, comentando que cada experiencia de su viaje
superaba con creces las expectativas con que lo habían iniciado.
Al
llegar a la puerta del hotel se volvieron. A un centenar de metros,
al fondo del callejón, en la plazuela, el humilde intocable les
saludó alzando su nudoso bastón con una mano. Llevó los dedos de
la otra mano a la frente y, proyectándola hacia delante, pareció
enviarles su bendición.
3 comentarios:
Amigo Josep maravilloso ´´Un cuento humilde´´ muy bien realizado eres un creativo de la literatura.Un abrazo
Narciso Casas
Ostres, que xul.lo, i com m-has fet retornar a tot allo per uns moments, jajaja
Josep:
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Reciba un cordial saludo
Juan Vert
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