sábado, 29 de octubre de 2011

Un cuento humilde

          En una de las pasadas ediciones del concurso de relatos breves de Bubok se propuso como tema "la humildad". Casualmente había recibido aquellos días un mensaje de una sobrina, en el que nos explicaba a la familia algunos detalles de un viaje en el que se hallaba embarcada por algunos lugares de Asia. Con algunos de los avatares de aquel viaje arrancó mi relato. Se trataba de la humildad y eso no era difícil en la India. Me quedó un relato apañadito, en el que de nuevo, como me ha ocurrido otras veces en mis escritos, las setas se colaron para jugar un papel más o menos relevante.


¡Esas vacas sagradas!

       Los dos viajeros, una pareja algo por debajo de los cuarenta, bien equipados y pertrechados, dejaron sus mochilas en el suelo y se sentaron en un rústico banco de madera. Abrieron una bolsa y sacaron algo de comida, unos sandwiches que habían comprado a un vendedor ambulante la noche anterior en la estación, justo antes de salir.
           Estaban cansados del viaje pues aquella noche, en el tren, apenas habían podido dormir unas cinco horas. Por suerte habían conseguido un compartimiento en el que viajaron solos, de modo que no tuvieron problemas de convivencia. Ningún hindú roncador ni nadie vociferando había alterado aquellas pocas horas de descanso.
           La primera parte del viaje desde el Nepal había sido también agotadora. En especial el trayecto en autobús desde Katmandú, que teóricamente debía durar unas siete horas y que en realidad supuso algo más de diez. Sin embargo, la experiencia del rickshaw hasta la frontera fue mucho más divertida y agradable. Salvo, tal vez, por el hecho de que el pobre hombrecillo que lo arrastraba, a ratos parecía que no podía con su alma, llevándoles a ellos con sus pesadas mochilas. Y la verdad, más de una vez pensaron que el vehículo se iba a romper con su peso. Por ello, aunque no solían dar propinas, le habían pagado algo más de lo acordado, como una compensación por sus esfuerzos.
           Pasaron sin problemas la frontera entre Nepal e India, en medio de una multitud de gente que iba y venía a lo largo de una callejón ancho, muy transitado, en medio del cual unos funcionarios les hicieron llenar los formularios y el papeleo correspondiente sobre unas mesas de madera, para a conti-nuación tomar sus pasaportes, mirarlos y devolvérselos indicán-doles que podía proseguir hacia el otro lado de la calle, el sector hindú.
          Una vez en la India habían tomado otro autobús, esta vez hindú y, por lo tanto, algo mejor que el nepalí, hasta Gorakpur la ciudad donde debían tomar el tren y a cuya estación llegaron cuando estaba oscureciendo. Aquella estación de ferrocarril les había impactado muchísimo porque estaba atiborrada de gente. Gente por todas partes. Sobre el suelo de la estación durmiendo, comiendo, jugando a cartas o haciendo cosas menos agradables. En algunos lugares se veían ratas. Pero no ratas normales. Ratas gigantes. Ratas como perros. Y muchísimos perros, la mayoría escuálidos y de penoso aspecto. Aunque les habían prevenido sobre esa convivencia miserable de animales e hindúes, no esperaban algo así: animales y seres humanos mezclados por todas partes, en medio de la porquería y la basura.
         Acabaron su frugal desayuno, y tomando las mochilas se adentraron en las callejuelas de Varanasi, pues en el centro de la ciudad les habían recomendado un buen hotel, de aceptable precio y sobresaliente nivel de limpieza e higiene, considerando los estándares de la vieja ciudad.
         El establecimiento no les defraudó. Se instalaron en su habitación, y tras ducharse y cambiarse salieron de nuevo a la calle, con la intención de dirigirse hacia la orilla del río, la zona de los ghats, aquellos peculiares muelles a los que acuden los habitantes de la región con su difuntos para las ceremonias de cremación. A lo largo de ellos pudieron ver algunas de aquellas ceremonias. Las encontraron curiosas e interesantes, pero no pudieron evitar ese sentimiento que agarra el corazón y lo sacude, al ver aquella gente entregando a sus seres queridos al fuego purificador y al río sagrado.
         Para el regreso tomaron un estrecho callejón que atravesaba el barrio próximo al río y llevaba directamente al hotel. Hacia la mitad del camino debían cruzar una plazuela, pero el paso hacia el hotel estaba cerrado por la presencia de una par de voluminosas vacas que reposaban, indolentes, en el suelo, rumiando cansinamente. Aquello era fastidioso en verdad. Si no pasaban por aquel lugar tendrían que retroceder hasta el río y dar un gran rodeo. Por eso fue que intentaron que las vacas se moviesen.
          —¡Bichos! ¡Ea! ¡Arriba, caramba!
         Las vacas les miraron con curiosidad, pero no se movieron lo más mínimo.
         —Dejen tranquilos a esos animales, my friends, o se van a meter en un buen lío.
         El que así había hablado era un hombrecillo delgado, de edad indefinida, que se hallaba sentado en una banqueta junto a la entrada de una de las casas de la plazuela. Vestía como unas pobres telas de color crudo y sus ojos pequeños y brillantes destacaban en su faz cetrina. Agarraba con una mano un bastón de leño nudoso y señaló con él a los animales.
          —El espíritu de Brahma habita en esas bestias. Son sagradas.
          —¿No podría usted convencer a Brahma para que las moviese un poco?
          —Son ustedes extranjeros, veo. Vengan aquí, siéntense a mi lado. Las vacas rumiarán un rato y se irán. Las conozco bien.
          —¿Y dice usted que el espíritu de Brahma vive en esos bichos?
          —Así es, milady. Son sagradas. Pero no las culpe por ello. Ellas no escogieron ser holly animals. Fue Brahma quien las escogió a ellas.
          —No me diga...
          —Fue hace mucho, muchísimo tiempo. Brahma se presentó en la forma de un viejo peregrino a un joven, intocable como yo, que vivía del pastoreo y del cultivo de la tierra. Fue un día en que el joven se hallaba sentado sobre una roca vigilando su ganado, en un valle situado al pie de una elevada colina en la que habitaban, en un monasterio, un grupo de brahmanes. El joven sabía, pues les había visto recogerlo en los altos bosques de unos montes próximos, que ellos consumían el Soma, que brotaba de la tierra tras la tormenta, cuando el relámpago la fertilizaba. Y había oído cosas maravillosas de aquel Soma. Sabía que ellos, por su mediación, hablaban con su Señor. Pero también sabía que sólo ellos, las castas superiores, podían tocarlo y utilizarlo. Se lo habían enseñado desde muy pequeño: "Eso que crece en el bosque, el Soma de los Brahmanes, es tabú para nosotros. Tan solo con rozarlo, moriremos." El joven se preguntaba por qué ellos, los intocables, no podían hablar con Dios como lo hacían los monjes. ¿Eran demasiado humildes para Brahma?
          —¿Y Brahma se le apareció como un peregrino, dice usted?
          —En realidad, milord, el Dios se hizo transportar por el peregrino, en su alforja. Cuando el joven pastor estaba en lo más profundo de sus meditaciones sintió una voz.
          "¡Salud, joven! El señor ha querido darte una respuesta.".
          El muchacho se puso en pie y vio a un anciano de largos cabellos y larga barba blanca, vestido con una sencilla túnica y unas sandalias, apoyado en un cayado de madera. El anciano introdujo la mano en su alforja y le entregó algo parecido a un panecillo pasado, enmohecido, cubierto por una floridura de color blanco azulado.
          "Dale de comer esto a esa vaca que pace allí".
          El joven tomó el panecillo y se quedó mirando al anciano peregrino.
          "¿Por qué he de dárselo?"
          "Brahma viene hacia ti desde este alimento. La vaca será el camino. A través de ella el Dios se te manifestará. Larga vida par ti, joven pastor."
          El joven quedó mirando incrédulo como el anciano se alejaba valle abajo. Sopesó en sus manos aquel mohoso chusco y a punto estuvo de tirarlo. Sin embargo, pensó, a la vaca seguramente le gustaría. Y se acercó al animal.
          —¿Se lo comió la vaca?
          —Como era de esperar la vaca lo masticó y lo tragó en un santiamén. Y nada pasó.
          —¿Nada?
          —No de momento. El joven pensó que aquel peregrino le había tomado el pelo, y resignado se encogió de hombros y se acostó en la hierba próxima para descansar aquella noche. Y al amanecer, guiando a las vacas, que habían dejado un buen trozo del verde prado cubierto con sus tifas, se dirigió hacia su cabaña, situada en el otro extremo del valle.
          —¿Y cuándo aparece Brahma en esta historia?
          —Paciencia, milady. Un par de semanas más tarde el joven regresó a aquellos prados de la parte alta del valle y se acercó al linde de un bosquecillo para reposar y comer su frugal almuerzo. A pocos metros vio el lugar donde días antes habían ramoneado los animales, cubierto de tifas medio secas, y algo llamó su atención. Aquí y allá, en medio de las tifas, parecían crecer unas extrañas plantas. Se acercó al lugar y vio que eran como unos dedos cubiertos con un capuchón de color anaranjado. Tocó uno. Su consistencia era tierna y su superficie suave. Lo arrancó y lo acercó a su nariz. Inspiró profundamente su agradable aroma. “Esta planta es Pũtika, es sagrada.”, pensó. Recolectó un puñado de aquellos dedos y los tomó en su cena. Y al poco, aquella noche, Brahma apareció ante él, sobrecogedor y majestuoso, pero bondadoso y apacible al mismo tiempo. Y le habló y le bendijo.
          Pronto se corrió la voz: el espíritu de Brahma habitaba en aquellas plantas que crecían en las tifas de las vacas. Lógicamente, de eso a considerarlas como holly animals solo había un paso. Y el paso se dio y el mito persistió. Simplemente porque unos humildes honguillos del estiércol permitieron a los más humildes comunicarse con la divinidad.
          Vaya. Veo que las vacas se levantan ya, my friends. El paso está libre. Podéis seguir vuestro camino, jóvenes viajeros.
          —Gracias, buen hombre. Por su compañía y por esa historia tan bonita que nos ha contado. Si por casualidad necesitase algo de nosotros estamos en ese hotel, al fondo del callejón. Vamos pasar todavía dos o tres días en Varanasi.
          —Gracias a vosotros. Si necesitáis algo de mí me encontraréis todas las tardes, aquí en esta plazuela.
           Tomaron de nuevo sus mochilas y se alejaron en dirección al hotel por el estrecho callejón, comentando que cada experiencia de su viaje superaba con creces las expectativas con que lo habían iniciado.
Al llegar a la puerta del hotel se volvieron. A un centenar de metros, al fondo del callejón, en la plazuela, el humilde intocable les saludó alzando su nudoso bastón con una mano. Llevó los dedos de la otra mano a la frente y, proyectándola hacia delante, pareció enviarles su bendición.


         Más recientemente en uno de los certámenes del concurso el tema propuesto era "la familia". Para esa ocasión escribí un pequeño relato de ciencia ficción, con ciertos toques de cine de miedo. Quedó en quinto lugar en las votaciones del concurso, por lo cual se ganó el figurar en un blog que se ha estrenado hace poco sobre el ya recurrente tema del concurso quincenal de relatos de Bubok, "La calle de los Relatores". Si visitáis ese blog, encontraréis mi relato: "Álex". Por favor, en la última línea falta este signo "?" ¿Me hacéis el favor de imaginar que el relato acaba con él? Gtacias.

3 comentarios:

Narciso Casas dijo...

Amigo Josep maravilloso ´´Un cuento humilde´´ muy bien realizado eres un creativo de la literatura.Un abrazo
Narciso Casas

Elena Castillo dijo...

Ostres, que xul.lo, i com m-has fet retornar a tot allo per uns moments, jajaja

Juan Vert dijo...

Josep:

Si necesita ejemplares de sus libros, puede conseguir una edición desde 3,14 euros el ejemplar euros, todo incluido, ISBN y Depósito Legal también.

En http://www.liberlibro.com

O consiga solamente los números de ISBN y Depósito Legal por 34 euros, en un día.

O solamente ISBN por 28 euros, en un día. Para cualquier libro en papel o digital.

En http://www.liberlibro.com/isbn

Reciba un cordial saludo

Juan Vert
liberlibro.com